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sábado, 7 de agosto de 2010

El silencio de mi pasto


En este momento me toca recordar. Aviso de antemano: lo más probable es que no te interese lo que vas a leer, pero si eres de esos que le gusta sentir, percibir, intuir y/o imaginar, puede que te quedes pegado y hasta identifiques una historia parecida. Otra cosa. Lo que leerás no es una cuestión única de espacio. Me di cuenta que el lugar pierde relevancia cuando cierras los ojos. Bajo un sueño o dentro de la imaginación, el piso que te sostiene no existe, o al menos, eso deberías llegar a percibir.

Hace unos años, cuando estudiaba Arquitectura en la Richi y estaba de moda pensar que la carrera era la más estresante de todas, sentía que luego de un sinnúmero de amanecidas seguidas necesitaba un lugar en el que sienta que se detiene el tiempo (Claro, yo no abría latas de café), un lugar para acurrucarme bajo la resolana y el silencio débil del viento. Y como será la vida, que sin querer queriendo, me tropecé con un par de metros cuadrados al costado de la Tensionada (espacio para maquetear, socializar y hasta lanzar). Curioso. Siempre había visto ese lugar, era tan común, tan cotidiano, tan simple que había logrado pasar desapercibido. Y es que al costado de la Tensa, había una no muy extensa área verde, la cual, a primera vista feíta, mal cuidada, sin gracia y terrosa, me regalaría los mejores momentos en mi paseo por esa universidad.

El pastito. Así lo bautizamos. “¿Dónde estás? En el pastito. Ah, okei allá voy”. Y es que ese lugar le cambió la cara a las aburridas, largas y, a veces, molestas horas libres entre clases. Juro que no fue premeditado. Es increíble lo que puedes descubrir en un nanosegundo. Qué tanto le habrá costado a mi cerebro (o a mi intuición) decidir reposar un rato bajo la sombras de los arboles, (ad)mirando artes improvisadas en los muros de triplay de la Tensa. Unas cuantas sinapsis, un par de relaciones neuronales y listo. Todo un refugio. Si añado a esto la compañía de nuestra fiel ardilla, Arios, definitivamente los recuerdos son inconfundiblemente sublimes.

Sin embargo, y como dije antes, la importancia no recae en el lugar. Si así fuera el caso, hubiese huido tras notar la humedad del suelo algunas veces casi barroso, o el peligro de las palomas que bombardean heces. Pero no lo hice. Cada vez que podía, sea personal o colectivamente, regresaba. En definitiva se trataba de algo más que dos metros cuadrados, era más que el momento cliché que brinda el pasto, los árboles, el sol, el viento y hasta la pequeña ardilla. Solo se necesitaba cerrar los ojos. Suena contradictorio. Para que enmarcarte en un mini-paraíso si al final no vería nada y, en el caso me quedase dormido, no ollería nada. Yo creo, firmemente, que no era cuestión de sentidos. O en todo caso, no de los tradicionales. Era y es algo más. No le quito mérito al espacio físico en sí, pero sí le sumo importancia a la experiencia extrasensorial que solo puede sentir cuando logras captar la esencia de un lugar. Yo, humildemente, creo haber podido sintonizarla en un nivel respetable.